Escapada en pos del arte II – Madrid: Museos Thyssen Bornemisza, Joaquín Sorolla y El...

 

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Una fina lluvia nos da la bienvenida. Lo primero que vemos es que la parte centenaria de la estación de Atocha, oculta bajo los andamios la vez anterior, brilla ahora por efecto del agua en vez de hacerlo a causa del sol, ausente desde hace horas en este frío y desapacible día de una primavera incipiente. Los ladrillos rojos de la fachada lucen limpios, nítidos y orgullosos de su recién estrenado vestuario y contemplan, desdeñosos e impacientes, el barrizal que aun se extiende a su alrededor, removido por las últimas excavadoras próximas a acabar su labor y dar paso a nuevas baldosas.

En su tranquila pero tenaz caída, las diminutas gotas dibujan figuras imposibles contra el cielo crepuscular, impregnando coches y transeúntes que con su apresurado paso parecen querer evitar su húmedo asedio. La uniforme tonalidad grisácea del cielo resta profundidad a las amplias avenidas repletas de automóviles destacando, por contra, los perfiles de edificios y monumentos, libres por un tiempo de la pátina pringosa de la polución, presentando a la vista del observador detalles ignorados cuando lo deslumbran los rayos del sol.

No es el mejor día para pasear por esta ciudad monumental pero, prevenidos y equipados contra las inclemencias atmosféricas, nos dirigimos sin dudarlo hacia el cobijo que nos ofrece la habitación de un hotel moderno y céntrico por demás. Después de un ligero descanso para situarnos, emprendemos la marcha hacia el primer objetivo, el museo Thyssen Bornemisza, parte del llamado Triángulo del Arte.

Allí nos espera su muestra Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh. Durante unas horas cambiamos el lluvioso día del exterior, por los verdes paisajes del interior, dejándonos llevar por la interpretación de la naturaleza que pintaron aquellos que más tarde fueron conocidos como pintores impresionistas, debido al apelativo irónico de un crítico cuando vio una obra de Monet, Impression: soleil levant.

Siendo igual la temática y similar la época, cada uno supo dar su particular visión a los paisajes que inmortalizaron sus pinceles. Bosques, ríos, puentes, caseríos, pastores o nubes, todo es susceptible de ser interpretado y adquirir personalidad propia, pues no son iguales los árboles que pintó Corot, a los que pintó VanGogh, ni las riberas fluviales de Sisley se parecen a las de Théodore Rousseau más que por eso, porque son orillas de un río. Las gentes que retrató Manet tienen vida propia, pero distinta de la que presentan los retratos de Monet. Todos y cada uno de los artistas representados en esa muestra exhiben su talento en obras excelentes, merecedoras del pequeño esfuerzo que supone afrontar la incomodidad de un día lluvioso.

Y es con ese ánimo que volvemos a abrir los paraguas y reemprendemos nuestra particular ruta artística hacia el museo instalado en la que fue la casa de Joaquín Sorolla, con el propósito de ver la exposición Sorolla, jardines de luz. Tal como está organizada la entrada, es imprescindible cruzar primero el asombroso jardín, lleno de detalles exquisitos, pequeñas sorpresas y rincones sumamente agradables, que el propio pintor diseñó inspirándose en los jardines andaluces. Sin ser de grandes dimensiones, consiguió crear un lugar en el que el visitante olvida que se halla en el centro de una gran urbe, que respira melancolía por todos sus recovecos pero que, sin lugar a dudas, se metamorfosea en una explosión de color al llegar la primavera. Sería esa la causa de que fuera tema de sus telas en múltiples ocasiones.

Sus famosas figuras femeninas vestidas de blanco, presiden sin recato algunas estancias, compartiendo espacio con las populares escenas de playa, figuras protegiéndose del sol bajo toldos y emparrados, las flores de su propio jardín, los retratos de su familia, todo ello enmarcado por el empaque de una casa amplia, confortable, dotada de todo cuanto una familia de la época podía desear. No se puede menos que apreciar la riqueza del mobiliario y los objetos de decoración, claro exponente del buen gusto y del éxito de su dueño, y de los medios que le permitieron levantar un hogar donde perfeccionar sus cualidades y su técnica, que le llegó a proporcionar un gran reconocimiento internacional.

Acabamos esa primera jornada en un pequeño restaurante no muy lejano, con una cena cuyo adobo principal son los comentarios sobre todo lo visto. A la vuelta al hotel, advertimos que se halla justo al lado de un local de diversión para jóvenes, que llenan la acera de risas y gritos, ojos brillantes y móviles en ristre, en espera de pasar unas horas de ocio bullicioso.

A primera hora de la mañana siguiente, sin el estorbo de los paraguas, ya estamos en el Prado para ver El joven Van Dyck donde, ciertamente, es un muchacho quien nos contempla con ojos inquisitivos desde su autorretrato de adolescente. Las obras expuestas corresponden al periodo previo al obligado viaje a Italia, y su observación ayuda a hacerse una idea de cómo evolucionó su técnica, dirigida en su momento álgido por Rubens, para quien primero trabajó y con quien más tarde colaboró. Cuadros de generosas dimensiones, como El sileno ebrio, Júpiter y Antíope o La coronación de espinas, se combinan con pequeños dibujos y estudios para las grandes telas. Resultó muy enriquecedora la circunstancia de poder contemplar dos variaciones de un mismo cuadro: San Jerónimo con el ángel. Excelentes retratos entre los que están el Retrato de un hombre de sesenta años o Retrato de una familia, por mencionar solo alguno, completaron una sesión sobre este maestro flamenco que acabó siendo solicitado por las cortes y las familias más pudientes de la Europa de su tiempo, para ser inmortalizados por la destreza de este maestro pintor para captar las expresiones de un rostro.

El tiempo sigue inestable aunque no llueve. Cerramos el periplo con una visita al Legado de la casa de Alba, donde se expone una selección de piezas de la fundación, reunidas en el Centro Cibeles. Más de cien piezas entre pinturas, esculturas e incunables pertenecientes a la colección de la familia que los ha ido reuniendo a base de adquisiciones, herencias o matrimonios, acervo que ha sufrido diversos vaivenes y ausencias según la época y los acontecimientos históricos, pero que sus miembros se han esforzado por recuperar. Algunas, verdaderas joyas, como la Virgen de la Granada, de Fra Angélico o las cartas autografiadas de Cristóbal Colón o los nobiliarios de Indias.

Esa noche, los comentarios del día resonaron entre las paredes de un restaurante sin tanta solera como el anterior, aunque precisamente por carecer de la carga del tiempo, más luminoso y moderno tanto en la decoración de su interior como en la de sus platos.

De vuelta a casa, otros son los paisajes que desfilan ante nuestros ojos, quien sabe si a la espera de que alguien ajeno a las modernas tecnologías, plante un caballete a la vera de un río o a la sombra de un árbol y, emulando a los antiguos maestros consiga, quizá, que pasados unos siglos haya quien con gusto supere algún obstáculo para contemplar su obra.

 

 

 

 

Marisa Ferrer P.
Madrid, abril 2013
Todas las fotografías: ©2013  Marisa Ferrer P.