Los sábados y Damasco – El box de un caballo es un lugar cálido y...
[Relatos]
Los sábados, aunque haga bueno, suelo irme a Damasco. Me levanto tan temprano que todas las calles camino del picadero están aún oscuras, y en ellas no se escuchan ya los últimos automóviles del viernes, ni sus bocinas, ni el ajetreo entusiasta y temulento de los noctámbulos. A veces, algún alma en pena vaga por las aceras con los ojos oscuros en busca de un bar abierto, pero generalmente no hay nadie más, sólo se escuchan mis pasos, el taconeo preciso de mis botas por la calle. Sin embargo, cuando entro en los establos, por cauto que yo sea, un revuelo de cascos se alza por encima del olor a granos de trigo, a desinfectante, a pienso o a paja. También procuro ser silencioso al abrir el enorme cerrojo del box de mi caballo, como si deseara sorprenderlo durmiendo. Pero nunca sucede. Bucéfalo, que así se llama, me mira con los ojos melancólicos que tienen todos los caballos, como diciéndome, ya, ya lo sé, hoy es sábado y vamos otra vez a Damasco.
No sé por qué los sábados tienen que ser días tan despejados. Desde que me pongo en marcha al amanecer raras han sido las nubes. Hoy también, apenas un penacho, como un hilván deshilachado, en medio de lo que sin duda será un cielo transparente. Pero tanto azul no me desanima –una nube puede formarse en cualquier momento–, y a medida que le coloco la montura a Bucéfalo me doy cuenta de que a él tampoco. Yo creo que hay una complicidad de centauro en todo esto, y que mi caballo es consciente de ello. Le ajusto la cincha bajo su vientre y le compenso la molestia con otra caricia en el cuello. “Oh, hola. Oh, hola.” Voy y vengo al guadarnés hasta que termino de colocarle los arreos.
Luego es cuando empieza ese camino de esperanza. Al paso por los senderos pedregosos, al trote por los valles y al galope por los espacios abiertos y desérticos, dejando una nube de polvo tras los cascos de los cuartos posteriores de Bucéfalo. Pero a medida que nos acercamos a Damasco tiro de la riendas para que mi caballo ralentice su marcha. Poco a poco se va extinguiendo la posibilidad de que aparezca una nube, un rayo y que nos derribe para que todo comience con sentido renovado. A veces nos paramos en un oasis y dejo que el tiempo pase, pero como presintiendo que hoy tampoco será, que la luz de hoy sólo será esta luz de tanto azul de hoy, de este día externo que nos envuelve monótono y cotidiano. Esta luz que nos persigue.
Llegamos a Damasco y paseamos con lentitud, deteniéndonos por sus esquinas, sabiendo que ya no habrá más que hacer por hoy. Tenemos tan vista esta ciudad a la que venimos todos los sábados desde hace años que nada nos entretiene. Comemos algo, descansamos un rato y nos ponemos en marcha de nuevo hacia Madrid. En el camino de vuelta ya no uso las espuelas ni espero nada, por eso dejo que la querencia de Bucéfalo nos conduzca a casa. En el retorno todo está visto, no hay nada que pueda sorprendernos.
Y mientras mi caballo galopa por los senderos conocidos del regreso voy pensando en que al llegar a mi casa me sentaré junto al balcón a tomarme un café y mientras lo remuevo miraré por la ventana y no veré lo que hay detrás del cristal —la vecina que espera impaciente, o el viento que hace girar el molinillo infantil que tiene colocado mi amiga Magdalena en el balcón— sino que me veré a mí mismo sobre la montura primero, camino de Damasco, y arrojado, luego, a las finas arenas de un desierto por el rayo.
Aunque en ocasiones también me da por pensar que el tiempo transcurre demasiado deprisa y que esa caída nunca se dará, que pararán los días y que Bucéfalo y yo nos haremos demasiado viejos para seguir yendo todos los sábados a Damasco. Y miraré atrás y comprobaré que semana tras semana hemos vuelto de vacío, sin una voz ni una pregunta, sin un rayo que nos arroje a las arenas mullidas del desierto.
Alfonso Fernández Burgos
Revista Muface
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1 – 12-07-2004 – Revista Muface nº 194, Primavera 2004