Sueños – VIII

 

[Relatos

 

Ca la Manuela  

 © Marisa Ferrer P.

 

Son rubias, son abuelas, son hermanas. Son dos de las hijas de Manuela, una mujer de las de antes, con carácter, con energía, con genio. Las conocí en los tiempos de mis primeros escarceos con las tareas hogareñas de recién casada, labor que nunca ha sido de mis preferidas aunque debo confesar que los ímprobos esfuerzos de mi madre consiguieron que el desastre en desarrollarla no fuera total. Aunque pensándolo bien, ella tampoco debía verlo tan claro puesto que me hizo estudiar ante la, en realidad débil, oposición de mi padre, con su «para que ha de estudiar la niña, si se casará…».

Así pues, cuando empezaba a sumergirme en el interesante mundo de la compra de provisiones, me tropecé con aquella tienda conocida por todos como Ca la Manuela, que olía a embutido, a chicharrón, a morcilla y a calidez humana. El toldo era verde; el mostrador, de mármol; el banquito, de madera y la clientela, abundante, muy abundante. Casi me llega a desanimar la prolongada espera que conllevaba acudir a comprar a las horas que me permitía mi horario laboral, pero había algo en el ambiente que me impelía a volver.

Los antiguos egipcios no comían cerdo porque lo identificaban con el dios Seth, asesino de su hermano Osiris venerado en todo el país. Hoy en día, este antiguo animal procedente de Asia, en algunos lugares es poco apreciado o directamente rechazado, pero por estos lares aunque ignorado cuando vivo, es alabado después de muerto, sobre todo si está bien curado o bien sazonado y bien horneado. Mi abuelo me decía que es el único animal del que se aprovecha todo y creo que tenía razón, como también pensarán los que sepan qué es una charcutería de las de antes, como la que regentan Paquita y Pilar, donde hay de todo, menos piel y cerdas, que no se comen…

El establecimiento está situado en el corazón del Camp d’en Grassot, en el distrito de Gracia, en Barcelona, que debe su nombre al abogado de la Reial Audiencia del Principal de Catalunya, Jeroni Grassot, quien a finales del siglo XIX emprendió la urbanización de parte de las tierras de ese antiguo barrio, ya mencionado en fuentes del siglo XVI. El primitivo paisaje de masías y fábricas de baldosas fue dando paso a casas bajas de viviendas modestas, que acompañaban al llamado Convent Nou traspasado, también por aquella época, a los padres claretianos, fundadores del colegio que sigue a pleno rendimiento en la actualidad. Una gran fábrica textil, La Sedeta, que debe su nombre a haber incorporado después de la primera guerra mundial las primeras máquinas de hilar seda, completó la base del crecimiento sostenido del barrio hasta principios de la década de los setenta, que fue cuando el sector textil catalán entró en crisis. Fue por aquellos años que empecé a frecuentar el lugar.

Aquí había llegado el padre de Paquita y Pilar en los años veinte. Desde muy joven su deseo era dedicarse a la chacinería y al final consiguió abrir la tienda, Ca l’Agut, nombre que en realidad pocos conocen porque la clientela lo rebautizó como «la del muchacho de Vic», que quedaba entre la de un maestro de obras y la dedicada a la venta de golosinas, sin duda la más popular entre la chiquillería de los alrededores. Algunos años después, al joven le hizo tilín una de sus dependientas, la cortejó y en la iglesia sonaron campanas de boda. La nueva pareja consiguió hacerse un nombre entre el vecindario y su negocio reforzó la vida que daban al barrio los comercios vecinos, como La Torreta, en cuya entrada esperaban pacientemente los caballos a que sus amos acabaran las tertulias y las partidas, quizá esperando ser enganchados a uno de los carros que se alquilaban casi al lado; o El Buen Amigo, convertido después en L’Arbequina, el local en el que una vez llegó a actuar Marcos Redondo, el conocido tenor nacido en la vecindad; o la licorería, adonde acudían en busca de elixires varios para calentar el corazón y animar el espíritu aquellos que tenían algo para celebrar o algo para olvidar; o la de las legumbres que, según los entendidos, expendía los mejores garbanzos cocidos del entorno; o el lavadero, que como otros muchos en la ciudad, cumplía su función de centro social femenino; o las granjas, de donde salían los carros cargados con vasijas repletas de leche de vaca recién ordeñada.

La energía de ambos se tradujo en un mayor empuje y la fama de sus productos, ahora ya conocidos como los de Ca la Manuela, traspasó las fronteras del barrio que, entre el piafar de los caballos, el mugir de las vacas, la sirena de la fábrica y el tañido de las campanas se fue expandiendo al tiempo que, paradojas del progreso, se iba acabando aquello que había propiciado su expansión. En ese entorno nacieron las tres hermanas, allí jugaron de niñas y allí se hicieron adultas y, casi sin darse cuenta, estaban siguiendo los pasos de sus padres.

Cuando empecé a conocer esa parte del barrio, La Sedeta empezaba a declinar, ya se habían construido nuevos edificios que sustituían a los antiguos y los nuevos vecinos acudían a Ca la Manuela con la misma afición que los antiguos, e incluso había quienes recorrían varios kilómetros para ir allí a comprar. Las largas colas propiciaban las conversaciones, que tenían distinto cariz según si la mayoría de parroquianas eran antiguas o nuevas. Yo, aun siendo de las nuevas, prefería los días en que había mayoría de antiguas o antiguos… no faltaban los hombres enviados por las esposas momentáneamente «averiadas», que disfrutaban del privilegio de poderse «colar». Siempre me preguntaba cómo podía subsistir otra charcutería en la acera de enfrente, dada la diferencia de demanda… al final, cerró.

Aprendí mucho aquellas tardes mientras decidía si llevarme chorizo o carne magra, las famosas morcillas o el curado jamón, ante la vigilante mirada de Manuela que controlaba las evoluciones de sus hijas tras el mostrador, mientras su marido trabajaba en la trastienda. La atención a las clientas y el deseo de que se marcharan contentas, les aseguraba su asiduidad. Incluso los mendigos recibían alguna cosa para hacer hervir el puchero. Si era invierno, se cerraba la puerta para conservar el calor y las personas que excedían el reducido aforo del local, aguantaban estoicamente el frio en el exterior. Si era verano, un eficiente ventilador colgado del techo y la puerta abierta de par en par refrescaban el ambiente. Tanto Manuela como sus hijas vestían cada día unos impecables delantales blancos con encajes almidonados que competían con las enhiestas y brillantes hojas de las plantas que crecían al abrigo del rincón junto a la puerta que acogía, además, el banco de madera donde reposar los cansancios domésticos.

La familia llegó a tener dos tiendas que atendían con la ayuda de varios empleados y todos se iban turnando en una u otra según las circunstancias. Ellas supieron aprovechar cuanto Manuela les enseñó y se convirtieron en dignas herederas. Recuerdo los últimos años de la madre cuando, sentada en el banco de las clientas, con su inmaculado delantal blanco de puntas almidonadas y sin ser consciente de en qué año vivía a causa de su enfermedad, seguía el trasiego de su negocio mientras dialogaba con la concurrencia; aunque entonces era ella la vigilada por sus atentas hijas que se multiplicaron para tenerla cerca.

Ha pasado el tiempo, las cosas han cambiado. Hace mucho que solamente tienen una tienda. Paquita y Pilar ya no usan aquellos níveos delantales, ahora son coloridos y modernos; el antiguo local desapareció en pro de uno nuevo, muy cerca, casi al lado. Las plantas crecen más desahogadas; el banco es el mismo; el aire acondicionado ha sustituido a los ventiladores; la trastienda es mucho más amplia, aunque ya nadie elabora allí los embutidos; no es necesario, ellas han aprendido tanto que saben a quién y qué hay que comprar para mantener la calidad. Propietarias y clientas hemos envejecido, pero el espíritu sigue igual de joven que antes; se habla de otras cosas o de otras gentes; casi ya no queda nadie de la generación de la fundadora, ahora es tiempo de sus biznietos, nueve en total, y quién sabe si alguno de ellos recogerá el testigo. De lo que no hay duda es de que Ca la Manuela ha sido y es parte de la historia de uno de los barrios más característicos de la ciudad condal.   

 

Todas las fotografías: ©2013  Marisa Ferrer P.