Diarios de viaje – La ciudad de Tallin (Estonia) – Las desventuras vividas en esta...
[Viajes]
Pasaje al Medioevo
Según antiguas crónicas islandesas, Olaf II fue un rey nórdico del siglo XI que a los once años ya participaba en expediciones vikingas dedicadas al saqueo en los países vecinos, que de adulto se proclamó rey de Noruega, se convirtió al cristianismo y se empeñó en acabar de cristianizar el país siguiendo la tarea empezada por su antecesor Olaf I. Al contrario que éste, Olaf II consiguió su objetivo, hasta el punto de ser canonizado después de muerto cuando se le atribuyeron varios milagros, pasando a la historia como San Olaf de Noruega, conocido en toda Europa y siendo uno de los pocos santos de ese origen al que rinde culto la iglesia católica.
Una de las iglesias que lleva su nombre es, precisamente, la de San Olaf en Tallin, la capital de Estonia, que habíamos decidido visitar en una etapa de nuestro viaje por el Báltico. Y dio la casualidad de que el hotel donde nos alojamos también lleva por nombre San Olaf, nombre que seguro hubiera recordado incluso sin haber sido el de un personaje histórico conocido.
Llegamos a media tarde, era el ecuador del viaje y, aunque no estaba en el programa, nos acompañaba la corresponsal de la agencia que nos había recibido en Riga, a pesar de tener contratado solamente al chofer. Más tarde supimos que ambos desconocían la ciudad y deseaban aprovechar la ocasión que les deparaba nuestra visita. Quedó claro ese desconocimiento, además de otras virtudes, cuando él se confesó incapaz de llegar al hotel por cruzarse en el camino unas obras no previstas en el moderno gps que llevaban y ella fue a que la ilustraran los de la oficina de turismo. Nos apresuramos a salir del vehículo maletas en mano, apremiados por los bocinazos, maldiciendo el bonito empedrado que hacía vibrar nuestras maletas y de paso todo nuestro cuerpo amenazando el desprendimiento de las dentaduras, pero gracias a lo cual nos mantuvimos tan alerta como para apreciar que nos faltaba una. ¡A tiempo! Porque de no ser por el atasco, el susodicho conductor, que ni se había preocupado de comprobar el interior del vehículo, estaba saliendo de él y a punto de desaparecer para siempre siguiendo la ruta del tom-tom. A pesar de nuestra presteza en recuperar la bolsa, se llevó consigo otra más con golosinas tradicionales que, a lo mejor, aún no ha visto. Detrás de la guía que guiaba más bien poco llegamos a nuestro destino donde nos demostró de nuevo su eficiencia.
El recepcionista, una maravilla de amabilidad, que ni siquiera respondió a nuestro saludo y apenas la miró a ella cuando le hablaba, siguió con la nariz pegada a la pantalla del monitor sin dar señales de estar buscando nuestras reservas, más bien dando la sensación de estar molesto por habernos entrometido en sus quehaceres informáticos. Pasaban los minutos y nadie pronunciaba una palabra, pero actividad, había: el minúsculo vestíbulo de apenas diez metros cuadrados que albergaba algún que otro mueble cuya única función, complementada con nuestra presencia y nuestras maletas, parecía ser entorpecer el paso por completo, disponía de un mini mostrador a dos metros del cual arrancaba un tramo de escalera, alfombrada, eso sí, por donde desfilaban los huéspedes ya curtidos y conocedores de los saltitos y piruetas necesarios para desplazarse por el interior del albergue. Impávido y concentrado, nuestro anfitrión emitía toda clase de ruiditos, bufidos y murmullos mientras su rostro mostraba la gran variedad de gestos de que disponía. Nuestra acompañante nos miraba, miraba al techo, chasqueaba la lengua y competía con su colega turístico en el despliegue de muecas; yo ya me veía llamando a la agencia para que aclarara las cosas e impidiera que pernoctáramos al ras cuando, al fin, se le ocurrió mostrar los documentos de las reservas. Quizá la vista de un papel sacó de su ensimismamiento electrónico al muchacho que acabó dándonos las llaves de la habitación con actitud displicente, al tiempo que ella se despedía apresuradamente para desparecer por la puerta de la calle a la velocidad del rayo abandonándonos a nuestra suerte.
Perplejidad aguda en la sufrida turista, o sea yo, e impertérrita frialdad en el joven estonio, cuando a la pregunta lógica: Where the lift is? respondió: We haven’t lift! ¡Cómo! ¿No había ascensor? ¿Y pretende que nosotros solos subamos las pesadas maletas por esa escalera? Mi inglés no es nada bueno, pero el tono parece que sí porque, con voz casi inaudible, se ofreció con un tímido I could help… y levantando dos de las más pesadas las subió de una tirada ¡por el tramo visible y por el que no veíamos! El chico estaba en forma, sin duda.
Una vez arriba, un dédalo de pasadizos que hacían pensar en los de una mina, se presentó ante nosotros. ¡Y había más escaleras! Pero quizá en previsión de evitar más demostraciones de fuerza con nuestro equipaje, las habitaciones asignadas estaban en esa misma planta; suspiramos, aliviados, dispuestos a buscarlas. Llegamos incluso sin brújula, mientras admirábamos la decoración, algo abigarrada para el poco espacio disponible, que dejaba visibles vigas y travesaños emergiendo de la blancura de techos y paredes donde no había piedra vista, como puntales para evitar la ruina de un edificio sin duda muy antiguo. Conseguimos llegar después de algún que otro desvío y, por fortuna, no entré en la mía con demasiado ímpetu. De haberlo hecho me hubiera estampado contra la pared del baño y el rebote me habría lanzado encima de la cama de la que hubiera sido difícil caerme aunque hubiera resbalado, porque al otro lado tenía el tabique y a un palmo de los pies se sucedían una mini nevera que sostenía un super monitor que tanto podía ser de televisión como de ordenador, al lado de una enorme escritorio y una silla, que tuvimos que dejar junto a la puerta para poder abrir la ventana, aunque eso nos obligara a salir de lado al pasillo. Por supuesto no había armario alguno y la poca ropa necesaria la dejamos en una reducida repisa bajo la ventana, aun a riesgo de que se deslizara hasta el patio interior. Y nos consideramos afortunados porque nuestros compañeros de viaje tenían que subirse a la mesa para poder abrir su ventana… El mini baño, en condiciones correctas de higiene, estaba como excavado en la pared con la piedra vista en algunos tramos, de modo que la taza del inodoro quedaba debajo de una cavidad sumamente peligrosa para la integridad de quien se levantara de sus quehaceres con un exceso de energía, aunque tampoco se hubiera caído al suelo porque el lavabo lo habría sostenido a pesar de ser tan pequeño que apenas había sitio para dejar el cepillo dental.
Dado lo exiguo de las almohadas y la inexistencia de armario donde buscar otras, aproveché que sí había teléfono para pedir una más. La respuesta ya me hizo sospechar; ¡mirarían de conseguir alguna! Esperábamos que las trajeran mientras nos preparábamos a salir en busca de la cena, pero no. Al salir, le recordé al conserje mi petición y, como cuando llegamos, sin apartar la mirada del dichoso monitor me comunicó que no disponían de ninguna almohada extra en todo el hotel. Pensé en la maravilla de organización que sabía exactamente cuántas escuchimizadas almohadas necesitarían los huéspedes para no pasarse ni de una.
Nos resignamos a apañarnos sin espacio, sin almohada y sin cortesía, para aprovechar lo único bueno del establecimiento: su ubicación absolutamente céntrica.
Este paraíso para cruceristas, cuyo casco antiguo fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997, es una pequeña joya medieval, salida incólume de los diversos conflictos bélicos en los que estuvo inmersa, que permite al visitante dejar volar la imaginación al pasado. Si algo caracteriza este centro, además de sus preciados edificios, es la profusión de restaurantes a cuyas puertas alegres jóvenes vestidos con ropas más o menos medievales, intentan atraer a los potenciales comensales.
Deambulamos sin rumbo por las empedradas calles, aprovechando un tiempo excelente, contemplamos las elegantes cúpulas y las macizas murallas, visitamos la famosa farmacia en activo desde el siglo XV, como el singular Ayuntamiento, y degustamos un chupito de chocolate en una antigua pastelería-cafetería, al parecer fundada por un catalán en el siglo XVIII.
Contemplamos el antiguo reloj de la iglesia del Espíritu Santo; subimos a la torre de la de San Olaf; comprobamos las huellas de las diversas reconstrucciones de la catedral, de madera en el siglo XIII, de piedra y gótica en el XIV y decoración barroca del XVII; nos extasiamos ante la belleza exótica de la catedral de Alejandro Nevsky e hicimos todo aquello que se espera de un buen turista, incluso aceptar que no todos los hoteles que lucen cuatro estrellas se las merecen.
Texto y fotografías:
Marisa Ferrer P.
6 – 28-09-2017
5 – 16-04-2017
4 – 22-03-2016
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