Tanzania – La emoción de África
[Viajes]
Tras tres meses de baja, unos sanfermines de “chica formal” y quince días de trabajo, poniéndome al día y estirando la cuerda para comprobar que estaba perfectamente bien de salud; me fui a África. Un poco osada, lo sé, quizás también temeraria, pero quería probarme, superar de golpe todo miedo a la vida normal, y me fiaba de la compañía, sabía que estaba segura y protegida contra cualquier eventualidad.
Al llegar al aeropuerto de Nairobi sentí de nuevo la emoción de estar en África, eso que casi todos éramos españoles y que el colorido no impresionaba tanto como al llegar a Costa de Marfil; aun así, se nota algo diferente en el África subsahariana. Aunque la ciudad es muy grande, el aeropuerto parece casi de pueblo, es muy tranquilo. Sólo se montó un pequeño follón con los visados de entrada, te podían dar para un mes o para una semana; y también con el pago, equiparaban el euro al dólar. Allí mismo conocimos al resto de los compañeros de viaje, íbamos 14 personas, en dos camionetas hasta la frontera con Tanzania y, desde allí, en dos todo terreno, casi nuestra casa, durante todo el safari fotográfico. Las carreteras no son muy buenas y tampoco los coches demasiado cómodos. Salir de la ciudad, eso que pasamos por la periferia, nos llevó algo de tiempo, la circulación es un poco caótica y la ciudad está muy extendida, los edificios no son altos. Como en toda gran ciudad, hay en ella zonas ricas y zonas pobres, pero no son muy frecuentes las casas bonitas y grandes y las construcciones parecen poco firmes, como con ciertos rasgos de provisionalidad. El paisaje es bonito, bastante llano, con la hierba típica de la sabana y esos árboles con terminación horizontal que contribuyen a dar sensación de extensión y calma a todo. Supongo que es como la foto que tienes grabada porque te recuerda todas las películas que tanto te impresionaron, desde Mogambo, Molokai y La Reina de África a Vete y vive, El Rey León y El Jardinero fiel, pasando por Memorias de África, El Paciente Inglés y tantas otras que muestran ese paisaje único, misterioso y bello.
A veces los lugares parecen más hermosos en la fotografía o la pantalla de cine que en la realidad, no ocurre esto en África. Acostumbrada a tanto monumento artístico como encuentras en Europa, especialmente en España e Italia (en cualquier pequeño pueblo hay una iglesia románica, una calzada romana y un dolmen prehistórico), te impresionan las pirámides egipcias y las ruinas mayas e incas, por lo que son y por el misterio de la cultura y las gentes que las hicieron. África no cuenta en piedras su historia, pervive en las gentes que siguen haciendo parte suya la vida de sus antepasados, en sus tradiciones orales y en su música y danza. También la naturaleza, los paisajes, siempre iguales a la vez que constantemente cambiantes, rememoran el pasado, el origen del hombre, y esa simbiosis con la naturaleza que, para mal o para bien, hemos ido perdiendo. Aunque tal vez sea sólo un espejismo, allí te sientes más en comunión con la naturaleza, más cerca de tus orígenes. En el viaje de Nairobi a Arusha se recorren zonas de típica sabana y se contempla el Kilimanjaro que parece asomar entre las nubes. La frontera entre Kenya y Tanzania fue el lugar donde cambiamos de coches, revisamos pasaportes e iniciamos de veras el safari que ese día terminó en Arusha.
Arusha es una de las ciudades más importantes de Tanzania, aunque la capital es Dar es Salaam. En Arusha se firmó con Gran Bretaña la independencia de Tanzania en el 1961 y se han firmado también acuerdos importantes con Rwanda; es la capital turística porque en su zona están los parques nacionales más importantes y es en muchos aspectos la capital administrativa. La industria primaria es la agricultura, pero no está en su mejor momento; el turismo aporta grandes ingresos, pero la ciudad no muestra señales de mejora y prosperidad. A la puerta del hotel está el monumento al centro de África, un concepto de centro que no sé a qué hace referencia, pues no parece el centro de gravedad ni tampoco está a igual distancia del Atlántico y el Índico, ni del Mediterraneo y el cabo de Buena Esperanza o el de Agulhas. El paseo por la ciudad resultó sorprendente por el miedo que manifestaba el guía, todo el rato nos llevaba muy juntos y parecía preocupado por posibles robos o extraños ataques. A mí me pareció menos peligroso que algunos barrios madrileños o barceloneses y muchísimo menos que Río de Janeiro o Lima. Me gustó mucho escuchar en directo a un grupo de música que estaba ensayando en una marquesina en un parque, la música es muy importante en África y tiene en Tanzania uno de los focos de mayor impacto creativo. Las casas son “tristes” y se ven muchos trabajos nada tecnificados que requieren demasiada mano de obra, como la descarga de madera, el transporte, la construcción, …. Había mucha gente en un campo de fútbol, pero no nos dejaron asomarnos porque estaban celebrando algún rito religioso (creo que islámico). Contra lo que suele ser habitual, no nos llevaron a comprar nada y me alegré de no empezar a reventar la maleta tan pronto.
Al día siguiente, muy temprano, como todos los días del safari, salimos para el parque Tarangire. Quizás se debió a que era el primero, me encantaron los paseos viendo muchísimos más animales de lo que nunca imaginé: gacelas, ñus, cebras, jirafas, … y sobre todo elefantes. Qué impresionantes son los elefantes, cómo muestran su fuerza echando arena y rompiendo alguna rama. No me lo había planteado, pero daba por hecho que no íbamos a poder acercarnos tanto, y hasta pudimos tocarlos si nos hubiésemos atrevido. El chofer, de nombre Azumani, respondía con rapidez a cualquier nombre que le dábamos; era un experto conductor y muy buen conocedor de la zona. Aunque se hablaban por radio unos a otros para mostrarnos los animales más escurridizos, tenía una vista prodigiosa, nos paró en lo que en un principio parecía sólo una zona de árboles baobabs y altas hierbas; allí teníamos, a menos de dos metros, una pareja de leones en pleno acto de apareamiento.
Cuando alguien me pregunta dónde se ve mejor el encierro en los sanfermines, suelo decir que en televisión (desde cualquier punto del recorrido ves sólo un instante y desde un sólo ángulo); los magníficos documentales sobre África no son mejores que la realidad. Excepto el acto expreso de dar caza, vimos todo en directo, se me quedó especialmente grabado el rito de la comida de un ñu por leones en el Serengeti.
No me atraen mucho los animales, de niña solía entrar en la cuadra sólo cuando alguna vaca paría dos terneros. A veces me asomaba a ver cómo intentaban domar alguna yegua joven y me atrevía a montar en la yegua de mi abuelo o, haciendo un acto de callada heroicidad, en algún caballo manso. Me gustaban bastante los cabritillos recién nacidos, pero nunca los cogía en brazos ni peleaba por darles biberón si por alguna causa su madre no tenía leche. Ahora sigo igual, los gatos me parecen bonitos, pero no me fío de ellos y me tensa que salten de repente a tu falda o al sillón; los perros me dan recelo y a veces miedo y me crispa que te chupeteen. Sin embargo, puedo pasarme horas mirando cómo un gato intenta cazar un pájaro o contemplando cómo corre un caballo, y me encanta encontrar al bajar de Goñi por la noche: jabalíes, tejones, zorros, liebres, … He disfrutado de los animales y el paisaje de África, de la sensación de vida, de calma, de limpieza, de hermosura que no podemos crear, de ausencia de límites y de sosiego. El elefante que parecía se nos venía encima, a la vez que tensión expectante, traía disfrute y relajación.
El recorrido hacia el Serengeti es largo y montañoso, el camino, sin asfaltar, pasa por el lago Manyara y por la región de los masai. Los paisajes son muy bonitos y variados, parecen como decorados por los masai con sus túnicas vistosas y sus andares esbeltos. El traqueteo del coche cansa un poco y nadie te quita el miedo a que tengamos que parar por una rueda pinchada. Comimos de picnic y al volver al coche nos dijeron que no nos llevaban al hotel concertado sino a un campamento. No sé qué hablaron ni acordaron en el otro coche, nosotros intentamos inútilmente conectar con la agencia (el teléfono 24 horas atendía una grabación que ni te permitía dejar mensaje, sólo gastar dinero) y algunas personas le pedimos expresamente al chofer que nos llevase al hotel contratado y pagado; si teníamos que dormir en recepción, ya nos apañaríamos. No sé muy bien cómo, la cosa se fue complicando, el mismo día en el que nos habíamos desviado dos veces para encontrar un medicamento para una chica que no se encontraba muy bien en alguna farmacia (medicamento que no hallamos), parecía que dejarnos en el hotel concertado era un desvío que causaba trastorno. El chofer del otro coche nos ensalzó las maravillas del campamento, se negó a ponernos en contacto con la agencia en Arusha (ya no había nadie) y no dijo nada sobre llevarnos al hotel a quienes queríamos ir. Supongo que soy una ingenua, pero lo cierto es que pensé que nos llevarían al hotel a quienes estábamos insistiendo. Analizando los hechos y las reacciones llego a la conclusión de que algunas personas sabían que íbamos al campamento (la familia catalana tenía preparada una tienda con tres camas para sus tres hijos), otras se ilusionaron con el plan (el marido de la chica enferma se olvidó del medicamento que buscaba, que pudiera no haber en el hotel pero que era seguro no había en el campamento) y sólo dos nos negamos en redondo. Y bueno, cuando ya hacía rato que la luz se iba oscureciendo, nos pararon en el campamento. En plena selva, sin letrero, recepción, ni señal alguna de lugar habitable, habían montado unas tiendas esa misma tarde sin siquiera segar la hierba. Una tienda tipo porche era el lugar común, el comedor multiusos, y una hoguera ante ella la sala de estar por esa noche (al día siguiente llovía y sólo se podía estar en la mesa comedor cuidando de que las goteras no te cayesen encima). Estábamos totalmente perdidos, entendiendo por perdido que ni tú ni los demás saben dónde estás. Los teléfonos no tenían cobertura, no hay constancia alguna de que hemos estado “no sé dónde”, nadie nos pidió pasaportes, ni siquiera tenían un papel con algún cuño para hacer constar nuestra presencia y hasta los coches desaparecieron después de la cena. Yo estuve tentada de no bajarme del coche, comprendí que era inútil y, como si estuviese en una reunión del Consejo de Gobierno pidiendo que constase en acta mi protesta o mi voto negativo, dije absurdamente y con rotundidad: “no quiero quedarme aquí”, mientras cogía el bolso y me iba hacia la segunda tienda. Me encontraba mal, con fuerte dolor de cabeza y helada de frío, pero sobre todo estaba indignada. Nos habían mentido en el doble sentido de la palabra: la realidad no coincidía en nada con lo que de ella nos habían dicho y menos aún coincidían las palabras con el pensamiento del que nos las dijo. Estaba también furiosa; no sólo no nos habían hecho caso, ni siquiera se molestaron en decirnos que no iban a atendernos. No tenía miedo, ni siquiera preocupación, sólo malestar físico y psíquico, frío que no conseguía superar ni con el forro polar, un dolor como de martilleos en la cabeza y una rabia desmesurada. La tienda habitación tenía un pequeño porche con una silla y una mesita pequeña en la que por la mañana te dejaban un barreño de agua y una toalla. Abriendo la cremallera, un cordón con enchufe permitía encender una pequeña bombilla que alumbraba menos que un farol, supongo que gracias a una pila pues con generador se tiene mucha más potencia. La cama se equilibraba en el suelo de tierra no allanado con unos tacos de madera; una silla y otra pequeña mesa eran todo el mobiliario, ni armario, ni perchas, n siquiera un estante para colocar las cosas del bolso que ibas a necesitar. Tras una cortina, el baño. En la trasera de la tienda había tres depósitos de agua, uno para el lavabo, otro para la taza y el tercero para la ducha. La ducha por dentro era un agujero con unas maderas que lo cubrían y rodeado por un plástico colgado del techo con una esquina lateral abierta. Por fuera, unos hierros sostenían un depósito que se llenaba del agua, calentada en una hoguera en el suelo, que subían en cubos por unos escalones. Cada dos tiendas teníamos un encargado, el de la mía se llamaba Jon, para calentar el agua y llenar el depósito de la ducha cuando quisiéramos ducharnos, llenar los otros depósitos, llevarnos el café y las galletas a las cinco de la mañana, acompañarnos por la noche (ni se habían molestado en hacer sendas, la hierba de más de 40 centímetros lo cubría todo) y otras posibles eventualidades. Jon puso cara un poco rara cuando le dije que me quería duchar después de la cena, pero entendió muy bien mi inglés macarrónico y se fue a avivar el fuego, que supongo también servía para espantar la visita de algunos animales.
Llegamos los primeros a la hoguera rodeada de sillas con cojines mojados que tuvimos que quitar, nos ofrecieron vino y licores que no quisimos tomar (en el otro coche estaban muy ufanos de haber conseguido, no sé con quién sí hablaron ellos, bebida gratis) y esperamos a los que iban llegando, casi todos con los móviles y cámaras a ver si en algún sitio se podían cargar (obviamente no había enchufes en las tiendas ni siquiera para la máquina de afeitar). Tras la cena, en la que hubo un pequeño conato de discusión: ¿íbamos a seguir allí también la noche siguiente o nos llevaban al hotel?, yo me fui a la ducha prevista. El tubo del agua tenía una llave de paso que se regulaba con un madero y una cadena que colgaban de cada uno de los extremos de la llave. Cuando conseguías dejarla horizontal, entonces caía agua; cuando la cerrabas, al inclinarla a cualquiera de los lados, dejaba de caer. Yo me remojé y me enjaboné entera, empezando por el pelo que estaba lleno de tierra y polvo, sin ningún problema. Cuando iba a aclararme, por más que moví la llave como al principio, no hubo manera de conseguir que el agua cayera. Llamé a Jon, que me contestaba desde la ventana de arriba subido donde el depósito, y aun siguiendo sus instrucciones, nada. Intentó, sin conseguirlo, alargar la mano por la ventana para mover él la llave de pasó y luego esperó, sin hacer otra cosa que preguntar de vez en cuando. Le dije que entrase y me lo arreglase y pasó a la tienda sin atreverse a correr la cortina del baño y mucho menos el plástico de la ducha. María, me decía sin moverse hasta que se percató de que no me importaba que entrase en la ducha estando yo dentro. Quería agua para aclararme y pasaba de lo que él pudiese ver con la escasísima luz reinante. Después de la tiritona tras el jabón y la avería, me supo a gloria estar bajo el chorro de agua calentita, no sé cuánta gasto habitualmente, ese día los 50 litros del depósito y algún litro más que Jon añadió tras las idas y venidas. Me acerqué a la hoguera, para dar las buenas noches y para que se me secase un poco el pelo (siempre lo seco al aire, pero no me suelo lavar para meterme en la cama), estando ya de mucho mejor humor y divertida por la anécdota. El ambiente no me agradó demasiado, supongo que, al llegar tarde, estaba fuera de honda y por eso no me divertían las bromas que los demás reían. Me fui pronto a la tienda, leí un rato a la luz de la débil bombilla e intenté dormir. Llegaban rumores de las conversaciones de la hoguera, a ratos alguna palabra clara, las canciones y el follón que montaron, supongo que saltando la hoguera. Cuando todos se marcharon a sus tiendas se hizo audible el sonido de las hienas, que no cesó hasta el amanecer; parecía que estaban a la espalda de la tienda y que incluso bebían agua de los depósitos.
¡Qué distintos son los riesgos que las personas asumimos, independientemente de cuán grande sea nuestra osadía! A mí, en general, no me asustan las personas, nunca pienso, por ejemplo, que un ladrón vaya a entrar a mi casa por la ventana abierta de par en par, pero sí me preocupa que se le ocurra entrar al gato de algún vecino. No me parece correr riesgos pasear por Arusha, visitar Stone Town, coger un taxi o recorrer de noche el camino por la playa entre los hoteles de Zanzíbar. Me parece, en cambio, una locura bajar del coche y meterte entre la hierba, a un paso de los leones, cuando hay que parar para cambiar una rueda pinchada. Y escapa a mi capacidad de comprensión que nos lleven a 14 europeos a un lugar ilocalizable, sin comunicaciones, y que encima desaparezcan los coches. Azumani estaba muy enfermo, en la fase aguda de malaria, no sé cómo conseguía mantenerse en pie y dominar el coche. Cuando el segundo día, a las seis de la tarde, se lo llevaron, a más de tres horas de viaje, para que le visitase el médico y nos quedamos en la tienda porche contemplando la lluvia, pensé más que nunca en lo atrevida que es la ignorancia. ¿Tendríamos chofer?, ¿tendríamos coche?, cómo íbamos a salir de allí? No creo que tuviésemos ni comida, aunque confieso que eso no se me pasó por la cabeza; pero estaba casi segura de que Azumani no iba a regresar. Por fortuna me confundí y la dosis de caballo que el médico le dio a Azumani hizo su efecto con rapidez.
Nunca supe qué pasó aquella noche en la hoguera (la noche siguiente, como llovía, no hubo juerga). Lo que sí sé es que hubo un antes y un después en las relaciones, tema al que no dediqué atención hasta el regreso porque creí que no había afectado a las únicas relaciones que a mí me importaban.
El Serengeti es el más grande de los parques, donde más se descubren esos paisajes asociados a la memoria cinematográfica de África y el auténtico hábitat de los animales. Tuvimos mucha suerte con los animales difíciles de ver: leopardos en las ramas de los árboles y una pareja de rinocerontes.
Fueron muchas las escenas que se me grabaron en la memoria, tres me resultaron especialmente fascinantes:
> Un rebaño de elefantes se fue acercando hasta el camino, el macho más grande dirigía la manada. Se paraban de vez en cuando a limpiarse con los árboles, a jugar rompiendo ramas y a echarse tierra, pero parecían tener predeterminado un camino, sólo visible para ellos, del que no se separaban por más obstáculos que encontrasen. Recordé la película “la senda de los elefantes” y no tuve la mínima duda de que si, por casualidad, el coche se hubiese parado en su camino, hubiésemos desaparecido machacados a su paso. Era impresionante ver cómo cruzaban a escasos metros del coche y cómo el macho nos mostraba su fuerza y parecía retarnos.
> Una manda de búfalos corría ladera abajo llenando de su negro color la hierba un poco amarillenta y levantando nubes de polvo a su paso. Son más feos que los toros, pero imponían bastante. Cuando pasaban corriendo, por delante y detrás del coche cruzando el camino, se aceleraba el pulso, ¡eran tantos! Si alguno se detenía a observarnos, miraba como los toros, fijo y parado, atrasando las patas delanteras como reculando para embestir ¡Qué insignificante es nuestra fuerza!
> A menos de seis metros del camino un león macho, su melena bien visible, dormitaba junto a un ñu que hacía muy poco tiempo habían matado dos leonas (no sé cuántas habían sido las cazadoras, dos mostraban sus fauces ensangrentadas), que sentadas, con varias más, esperaban a que el macho diese por acabado el festín. A pocos metros, los chacales asomaban la cabeza y se acercaban, como jugando al que no te veo, hasta que el león o las leonas lanzaban un rugido y ellos se inmovilizaban de nuevo. Las hienas, menos valientes, esperaban con paciencia su turno. Resultaba sorprendente cómo todos guardaban las formas. El león macho se levantó, paseo por delante y detrás de los coches para que pudiésemos observarlo bien y regreso junto al ñu muerto sin que nadie se hubiese acercado a él. Las leonas se tumbaban en las puertas de los coches, a la sombra, obligándonos, sin ninguna necesidad, a permanecer allí.
Es difícil relatar una escena tan visual, las fotos y vídeos que sacamos tampoco pueden reflejar la sensación de estar dentro, de participar en alguna medida de esos momentos mágicos. Por alguna de esas asociaciones que la mente hace al margen de nuestra consciencia, me fijé expresamente en el comportamiento de los chacales: observan ojo avizor y sólo se acercan cuando el riesgo es asumible. Me pareció instructiva su actuación, resulta inteligente saber dónde y cuándo no se es bien recibido, así como posponer, hasta el momento adecuado, el acercamiento.
El Ngorongoro es el parque natural más bello en paisaje. El cráter te impresiona cuando ascendiendo por un arduo camino lo divisas desde arriba. Abajo, la abundancia de árboles y agua atrae a los animales, pero las montañas, bastante altas y arboladas, también les gustan. Llegando al hotel, ya entrada la noche, se nos cruzaron búfalos y hienas; saliendo, casi sin amanecer, nos encontramos un elefante cerrando por completo el camino. Los leones que en el Serengeti estaban en las rocas o la hierba, aquí estaban en las ramas de los árboles, como los leopardos. La comida, en la orilla del río en el que chapoteaban los hipopótamos, nos permitió disfrutar de los vuelos circulares de observación de los milanos y de sus vertiginosos descensos. Nos dijeron que no comiéramos fuera del coche, parecía exagerado el cuidado hasta que vimos, a menos de dos metros, cómo un milano arañaba la cara de un señor sentado en la hierba y se llevaba el trozo de pollo que estaba comiendo. Las inmensas praderas del Serengeti son aquí más pequeñas y están entremezcladas con bosques, lagos, ríos y unas bellas terrazas de sal que cambian de color según se mueve el sol. En todos los parques hay muchas aves, la mayoría poco comunes, y puedes observarlas sin ayuda de prismáticos. En al lago Magadi llaman la atención los flamencos rosados, parecen reunidos para posar. Los animales son tantos, tan variados, tan imprevisibles y naturales, que parecen puestos adrede para tu disfrute. Las dos paradas para cambiar las ruedas pinchadas fueron muestra patente de que en cualquier sitio hay bastantes más animales que los muchos que hemos visto.
La modificación que el observador produce en lo observado es casi inapreciable en el caso de los animales. Parece que les somos totalmente indiferentes, han asumido que los coches y turistas no les ofrecemos peligro alguno, ni somos manjar apreciable, y viven “pasando” de nosotros, salvo circunstancia muy especial. Por el contrario, la observación de los turistas modifica a las personas hasta ocultar la realidad más que mostrarla.
Los masai que nos miran mientras andan cuando nosotros recorremos en coche los caminos, nos ven con desagrado, agresividad y violencia. No me extraña su actitud, deben sentirse observados como otros animales más, objetos de nuestras máquinas fotográficas y vídeos. Cuando nos llevan a visitar un poblado masai, vemos una escenificación. La ley de la selva, la del más fuerte, acentúa la debilidad del hombre africano. Lejos del poder que proporciona el dinero, personal y social, tienen que soportar injusticias y penas. Azumani nos decía que él ganaba bien (era un puesto cualificado: permiso de conducir, nociones de mecánica, dominio de español y japonés) y aún así tenía que seguir trabajando pese a encontrarse con fiebre, dolor de cabeza y descomposición. Los masai no tienen ni siquiera agua, dijeron que el estado les llevaba bidones con agua para la bebida, imagino que se lavarán en las mismas lagunas en las que beben sus cabras y vacas y no creo que usen el agua de los bidones para cocinar.
No sé prácticamente nada de un inmenso país africano del que lo mejor que podemos decir es que no sale en los telediarios. Sólo tenemos información de África cuando la muerte y el dolor son tan grandes que no se pueden ocultar y el grito de hoy vuelve a hacerse silencio mañana. El tiempo tiene distinta medida en África y sigue siendo más fuerte el pasado que el futuro, pero se están acercando cada vez más a nuestras costas y a la esperanza que no tienen en sus países. Me impresionó mucho constatar que nos ven como paraíso deseable. Supongo que, a la larga, el turismo servirá para el progreso. Ahora, para nosotros es maravilloso poder contemplar sus parques naturales, para ellos a veces somos una llamada a una aventura en cargueros, cayucos o pateras que sólo proporciona sufrimiento y muerte.
Maria J. Asiain
Dpto. de Matemática e Informática
Universidad Publica de Navarra (España)
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