Tibidabo – Camino del cielo
[Viajes]
Todas las ciudades del mundo tienen su historia y, formando parte de ella, rincones que sobreviven al paso del tiempo para diferenciarse entre sí, lugares que despiertan la añoranza de tiempos pasados. El parque de atracciones del Tibidabo, en Barcelona, es uno de ellos.
Con más de 100 años de antigüedad, una parte de él ha sobrevivido a los avatares de la modernidad, como testimonio de lo que fue y significó para la ciudad durante ese siglo. Todos quienes lo disfrutaron en su infancia, vuelven a él en un momento u otro y con cualquier pretexto. Como Rosaura.
Con ocasión de la visita de unos parientes con niños, se las ha ingeniado para acompañarlos precisamente un día en que sólo estaba abierta la parte que se podría calificar de histórica. Después de varias semanas de sol y calor excepcional, justo el día de la visita, negras nubes y viento de tormenta se ciernen sobre la instalación, pillando desprevenidos a los optimistas visitantes, confiados en que la lluvia no empeore las cosas y les permita conocer la historia del lugar mientras pasean por él. En este caso, ella es la encargada de transmitir ese conocimiento a sus invitados.
Corría el año 1901 cuando, después de más de un año de obras, se inauguraba oficialmente el parque en ese cerro, el más alto de la sierra de Collserola y situado a más de 500 m sobre la ciudad. Se dio la paradoja de que el interés despertado en los visitantes por las primeras atracciones, fue desplazado por el funicular, el medio de transporte construido para llegar hasta allí, verdadera novedad técnica para la época. El número de atracciones iniciales, como los telescopios o las básculas automáticas, fue incrementándose durante la primera década con las salas de espejos mágicos, autómatas de todo tipo o la posibilidad de ascender en globo, además de la apertura de un hotel y algunos restaurantes. Al inicio de la década de 1920 y con vistas a la exposición universal de 1929, el parque tomó nuevo impulso, frenado por la obligada pausa de la guerra civil. Las décadas de posguerra fueron de reinicio y expansión, alcanzando su mejor época a finales de la década de 1950, precisamente cuando Rosaura empezó a ser una de sus usuarias más entusiastas.
Sigue con su relato al hilo de sus propios recuerdos, venciendo la incredulidad de sus oyentes ante su afirmación de que esa Atalaya y ese Avión son los mismos que ella conoció, al aderezar la explicación con anécdotas sacadas de su propia experiencia. Llegada a este punto de su narración, Rosaura calla, consciente de que sus recuerdos de niñez envuelven su memoria con una pátina de nostalgia invisible a sus acompañantes, para quienes ella supone que ambos artilugios no merecen mayor atención que un rápido vistazo. Se lleva una sorpresa cuando los niños insisten en subir al avioncito y, aunque la Atalaya les causa más respeto, también deciden aventurarse; hasta suben con el tío a la noria, no tan histórica pero ciertamente atractiva.
Animada por esa reacción, Rosaura les sugiere continuar con el tiovivo y el trenecito pero se da cuenta de que ya esos niños, habituados a los ordenadores y teléfonos inteligentes, le siguen la corriente por cortesía, roto el encanto de la primera impresión, y mientras ellos dan vueltas y vueltas metidos en una locomotora que claramente les queda pequeña no solo física sino mentalmente, ella revive en su mente esos años de éxtasis temeroso ante aquellos autómatas que se movían durante unos minutos mirándola con fijeza o contemplando las grotescas imágenes de sí misma reflejada en las paredes del laberinto de los espejos.
Por suerte han madrugado y el hambre hace que el tentempié a base de platos fríos se consuma casi en su totalidad, aunque a su término todos se apresuran hacia la cafetería para tomar alguna bebida. Excitados por la novedad a pesar de todo, los niños no dejan de parlotear acerca de sus impresiones puesto que, aunque pocas, las atracciones en marcha han funcionado casi solo para ellos.
Rosaura se distancia durante unos minutos y a través del cristal observa a los pocos turistas que desaparecen tras la puerta del funicular de regreso, bajo la aburrida mirada de los vigilantes, que los observan desfilar encogidos ante el frío moderado pero suficiente para traspasar la liviandad de su vestimenta. Los mejor pertrechados resisten e intentan sacar el mayor partido de la excursión, fotografiándolo todo y guareciéndose por unos minutos en el calor del templo heredero de la pequeña ermita erigida allí desde finales del siglo XIX. El viento no ha arreciado pero sigue agitando las banderolas y los papeles esparcidos por el suelo frente a las instalaciones cerradas de cristales empañados y el silencio reina en el recinto. Cuesta creer que el día anterior más de seis mil personas hayan desfilado por allí, según le ha explicado uno de los encargados. Demasiada gente, piensa Rosaura. Prefiere verlo como ahora porque así nada entorpece en su recuerdo el desfile de imágenes antiguas, de su infancia, de su añoranza por una época que ya no volverá.
El teléfono móvil la vuelve a la realidad; sus amigas la esperan cuando acabe su compromiso con los familiares, para reunirse y hablar del próximo viaje que van a realizar juntas a las islas griegas. Una ya ha hablado por videollamada con la joven que les cede por unos días su casa, y otra ha tramitado los billetes de avión por Internet.
Sacude la cabeza porque lo que hace solo unos instantes le parecía gris y triste cobra colorido. Se suma al jolgorio general ante la perspectiva del plan para la tarde. Nunca habría imaginado poder hacer lo que hace gracias a los adelantos de la técnica, y eso no hubiera sido posible si quienes la precedieron se hubieran quedado embobados pensando en el pasado.
Texto y fotografías: Marisa Ferrer P.
2 – 06-05-2015
1 – 31-10-2014