Un hombre despertó del coma con Beethoven

Los médicos sometieron al hombre a múltiples pruebas, sin detectar ninguna anomalía aparte de la falta de visión. Nadie conseguía comunicarse con él de ningún modo; la única, ella, que en ocasiones recibía gestos de aprobación o negación como prueba de comprensión. Nada más.

[Relatos

 

Camino de Erfurt, la ‘Patètica’ de Beethoven nos acompañaba a través de la radio. Hacía varios días que la niebla envolvía los tupidos bosques, pero esa mañana había cedido su lugar a un sol espléndido cuya luz empezaba a reflejarse en las copas de los árboles y en los puntiagudos tejados, calentando el ambiente y despertando los trinos de las aves.

Aunque por lo temprano de la hora sus rayos eran aun incapaces de alcanzar las sombreadas hondonadas, aletargadas en espera de su calor. Era en una de ellas donde vivía el hombre que buscábamos, alejado del trasiego urbano ya tan irreal en su recuerdo como un sueño olvidado.

Después del accidente que segó la vida de su familia hundiéndolo en las tinieblas del coma, a punto estuvo de seguirlos al más allá. Solo los esfuerzos de una joven enfermera inocente y entusiasta cristalizaron en una sorprendente recuperación.

Ocurrió cuando, después de leerle sin descanso y hablarle de los triviales incidentes de su vida, un buen día se le ocurrió llevar al inmóvil paciente varios discos compactos con música de Beethoven y un reproductor portátil, con sus correspondientes auriculares, que le encasquetó sin miramientos, con la esperanza de hacer llegar a su cerebro las notas de sus sinfonías.

 

El despertar del hombre

Nunca se supo si fue eso o la naturaleza lo que hizo despertar al hombre de su prolongado letargo pero, al poco tiempo, éste abrió los ojos para volver a cerrarlos, aterrorizado.

Se había quedado ciego. La ausencia de la joven en aquel momento hizo que pasaran varios días antes de apercibirse del cambio producido y cuando esto sucedió, a punto estuvo de soltar la bolsa de suero.

El hombre no hablaba, solo tenía los ojos abiertos mostrando unas pupilas erráticas y sin vida. Ella entendió. La ceguera era una desgracia más que sumar a la que estaba obligada a contarle sobre su esposa y sus hijos.

Intentó suavizar el relato al máximo, consciente del estado de su paciente, recalcándole la opinión de los expertos en cuanto a la culpabilidad del otro conductor; en vano, la realidad se impuso por encima de la suavidad del tono y de la cuidadosa elección de las palabras.

Ella esperó alguna señal de comprensión, una palabra, un grito, una maldición… nada; empezaba a pensar si también se habría quedado sordo cuando vio las gruesas lágrimas resbalando por las mejillas masculinas como única respuesta.

Después del revuelo inicial al difundirse la noticia por el hospital, los médicos sometieron al hombre a múltiples pruebas, sin detectar ninguna anomalía aparte de la falta de visión. Nadie conseguía comunicarse con él de ningún modo; la única, ella, que en ocasiones recibía gestos de aprobación o negación como prueba de comprensión. Nada más.

 

Un compositor sordo y un pintor ciego

Día tras día, la muchacha recuperó su rutina anterior y volvió a leerle, pero ya no cualquier libro como antes, solo aquellos relacionados con la historia del agrio sordo.

Algunos de ellos dramáticamente contagiosos, tanto, que llegaron a insuflar en el alma muerta del hombre nuevas ganas de vivir para seguir escudriñando más y más en la vida y la obra de alguien cuyo sufrimiento no era capaz de imaginar pero sí vislumbrar desde su propia desgracia. Un compositor, sordo, y él, un pintor, ciego.

Sin darse cuenta, algo había despertado en su interior; ahora que no veía hacia afuera empezaba a ver hacia adentro y se sintió vacío, triste en extremo pero, a la vez, le invadía una fuerza interior que pugnaba por emerger.

Cuando la joven le anunció el fin de su estancia en el hospital, donde nada más podían hacer por él, le invadió una sensación de pánico mezclado con una ansiedad extrema por liberar ese peso que le atenazaba las tripas.

Había pasado muchas semanas escuchando sin cesar todo cuanto caía en sus manos de la herencia beethoweniana, olvidando la obligación de vivir fuera de aquellas blancas paredes.

La víspera de su último día enclaustrado a punto estuvo de rendirse, de tenderse en el lecho para dejarse morir, pero consciente de que allí no se lo iban a permitir, se resignó a marchar.

 

Una nueva vida

Al despuntar el día oyó los pasos de su cuidadora quien al llegar a su lado le anunció tenerlo todo listo para acompañarlo también fuera de allí, si él lo deseaba.

Estaba dispuesta a cuidarlo dondequiera que fuese. La sorpresa se alió con el asombro para dar paso a una fulgurante alegría; de pronto estaba listo para emprender esa nueva vida surgida de las cenizas de la anterior en compañía de esa casi niña, su nueva luz.

Sin ser alguien extremadamente rico, los beneficios de su anterior actividad artística habían sido considerables y gracias a ello podrían permitirse vivir sin problemas.

Alquilaron una casa situada en el claro de uno de los espesos bosques característicos de la región, quien sabe si desbrozado hacía siglos por algún caprichoso misántropo empeñado en aislarse del mundo en aquel rincón, no tan recóndito ahora debido a la proliferación de las dadas en llamar nuevas tecnologías. Así fue como supimos de su existencia.

Durante su estancia en el hospital se había implicado tanto en el estudio la música, que hasta había aprendido Braille para poder leer cuanto consiguiera.

Pronto un solo compositor, aunque genial, no le bastó y empezó a llenar la casa de toda clase de discos y libros sobre otros. Bach, Listz o Wagner pasaron a ser como fantasmas, aliados en sus largas noches de insomnio y compañeros invisibles de largos paseos por los alrededores, acompañado de su fiel Sigfrido, un golden que le servía de lazarillo por la intrincada espesura.

Llegaba a olvidar incluso algo tan elemental como alimentarse o descansar ante el desespero de la muchacha, obligada a inventarse rebuscados métodos para conseguir que no muriera de cansancio e inanición.

 

La música

Al principio su presencia pasó casi inadvertida, pero fue imposible sustraerse a la curiosidad de las gentes que desde el pueblo cercano les llevaban los suministros.

Cuanto más pretendía esquivar el contacto con ellos, más crecía su fama de experto musicólogo; más bien una leyenda porque, en realidad, nadie había hablado con él ni leído nada salido de su pluma.

Y aún así, cada vez eran más los que no solamente prestaban atención a la música que se oía desde la carretera, sino los que se acercaban con la intención de hablarle.

Y a pesar de nuestra presunción de ser diferentes, no logramos que nos recibiera. Decidimos instalar nuestro cuartel general en la posada del pueblo; venceríamos su resistencia con el asedio.

Y así, durante varias semanas nos dedicamos a ir hasta allí sin conseguir nuestro objetivo. Y cada vez nos recibía el sonido atronador de unos potentes altavoces que difundían los acordes de una sinfonía o de una ópera que él escuchaba desde cualquier punto de  los alrededores.

Lo que sí conseguimos fue unas largas sesiones de conversación con la ex enfermera, a través de las cuales conocimos todos los detalles de su trayectoria en común y de su nuevo trabajo, pues como ella misma se autodefinía, ahora era más bien el ama de llaves.

Sin saber cómo, se había enamorado de ese hombre que seguía sin hablar pero con el que se sentía en perfecta comunión: le adivinaba el pensamiento, se anticipaba a sus deseos y estaba dispuesta a pasar el resto de su vida a su lado.

 

La carta

Ese día era el último intento. Habíamos decidido rendirnos si no conseguíamos hablar con él. Pero para nuestra sorpresa, la joven nos recibió anegada en llanto.

Casi no era capaz de articular palabra, mientras nos mostraba una hoja de papel y con la otra mano nos indicaba un punto en el altozano vecino, podría decirse el segundo lugar donde el hombre pasaba el tiempo que no estaba en casa.

Era una carta de su puño y letra, apenas legible dadas las condiciones de su autor, pero con la suficiente claridad para discernir su contenido. No estaba dirigida a nadie en particular y decía así:

«Durante toda mi vida he sido feliz, aunque no era consciente de ello hasta que lo perdí todo. Mi familia no era modélica pero todos nos queríamos y lo demostrábamos con continuas discusiones y reconciliaciones apoteósicas.

Cuando desperté en la cama del hospital y fui consciente de su falta y de mi ceguera, quise morir. ¿Para qué seguir viviendo? ¿Solo, sin ellos, los que me apoyaron siempre y en todo? ¿Para no poder pintar nunca más?

¿Para soportar la compasión de quienes me habían conocido? Pero un alma cándida me lo impidió convencida de hacerme un favor, frustrando todos mis intentos, bastante lamentables, por cierto.

 

Al fin libre

No tardé en darme cuenta de que, allí, no podría llevar a cabo mi proyecto y me propuse esperar la mejor oportunidad porque un día u otro me darían el alta.

Y así fue. Pero no contaba con ella, con su pasión, su amor y su constancia. Y, la verdad, llegué a interesarme primero y obsesionarme después con las vida de aquel gran músico y la esperanza de entender cómo podía sobrellevar su desgracia me empujó a seguir investigando.

No lo conseguí. Tampoco fui capaz de aprender a tocar ningún instrumento porque mi ansiedad truncaba mis esfuerzos convirtiéndolos en una caricatura de interpretación.

Ha pasado ya demasiado tiempo y no estoy en condiciones de llevar mi carga. No he conseguido entender, a pesar de lo que he aprendido, cómo se vive así.

Ya no soy ningún jovencito y mis energías se han acabado. Lo siento por ella, por su devoción hacia mí, pero es joven y lo superará. Sigfrido me ha prometido cuidarla.

Me voy para reunirme con mi querida familia y, quizá, de paso, pueda enterarme de forma directa de cuál es el secreto de los genios».

 

Corrimos en dirección al lugar señalado por la muchacha. Distinguimos en lo alto de la colina la figura de un hombre sentado en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un frondoso árbol y la cabeza vuelta hacia el atardecer. Su rostro mostraba una expresión de paz infinita, de alguien que, por fin, había conseguido llegar a su meta final.

Sobre sus piernas extendidas, el golden estaba acostado de lado y gemía suavemente.

 

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Actualizado: 16-05-2024
1. 28-09-2014